sábado, 28 de junio de 2014

LA PARADA DE LOS MONSTRUOS.

Quizá esta haya sido la propuesta más arriesgada de las que se han programado en el ciclo Literatura y cine de la Biblioteca Cristóbal Cuevas. Y no por la indudable calidad de la cinta, sino por el año de su producción y - sobre todo - por su temática, lo que le ha conferido un aura de película maldita y a la vez de culto.

Recuerdo la primera vez que la vi, hace ya muchos años. Seguramente la pusieron de madrugada en televisión, la única posibilidad que existía hace un par de décadas de poder ver un clásico. Sus primeras imágenes eran imborrables: un grupo de gente con todo tipo de deformidades y rarezas jugando en un prado. No parecía que en los años treinta la capacidad de de maquillar a los actores llegara a tal extremo de realismo. Después confirmé lo que parecía obvio en pantalla: se trataba de personas con deformidades físicas y enfermedades mentales reales. Viendo la película uno se da cuenta de que ellos no interpretan, sino que se muestran en pantalla tal y como son, incluso algunas hablando en su propio e ininteligible lenguaje. Pero La parada de los monstruos no sería la obra maestra que es si no contara con ese formidable guión basado en un cuento del olvidado Tod Robbins. Porque, tal y como vamos deduciendo poco a poco, los monstruos forman una comunidad entre ellos, una hermandad en la que se protegen mutuamente de las agresiones de los normales. Y al final descubrimos que las apariencias pueden engañar, que los peores monstruos pueden estar ocultos detrás de la belleza física.

En realidad hasta los años sesenta no se descubrieron los auténticos valores de La parada de los monstruos, pues su estreno fue un auténtico fracaso, llegándose a prohibir su exhibición durante años en países como Reino Unido. Y es que quizá el público de los años treinta no estaba preparado para digerir una fábula tan perfecta y a la vez tan grotesca, que se ha convertido en la actualidad en una película de culto irrepetible. Es posible que en un primer visionado produzca un íntimo rechazo, una especie de respuesta primaria de horror profundo frente a lo despiadada que puede ser la madre naturaleza con el ser humano en ocasiones. De esto hablamos extensamente en el debate posterior, de esa sensación de repudio y a la vez morbosa ante lo deforme, ante lo diferente. Hoy día el fenómeno del frikismo es algo muy extendido (la expresión procede de esta película) y existe un auténtica devoción a los monstruos, cuanto más terribles, mejor. Pero esto no es lo mismo que contemplar a seres humanos reales que no han elegido ser lo que son y cuya única forma de vida durante siglos ha sido la propia exhibición de sus cuerpos atroces para diversión y regocijo de los normales. Y es que el ser humano siempre ha buscado su parcela de emociones fuertes bajo control y, por desgracia, en demasiadas ocasiones esta ha tenido que ver con la presencia de la adversidad ajena.

Para compensar tanto horror, se programó un cortometraje de Woody Allen, Edipo reprimido, el más divertido de los que componen la película de episodios Historias de Nueva York. Una buena manera de liberar las tensiones que sin duda ocasiona esa inquientante Parada de los monstruos

lunes, 16 de junio de 2014

EL PIANISTA DEL GUETO DE VARSOVIA.

En el club de lectura tuvimos la oportunidad de compartir uno de los más conmovedores testimonios del Holocausto, como es “El pianista” de Szpilman. Narración popularizada por el film de Roman Polanski (él mismo también un superviviente del exterminio judío), había permanecido desconocida para el gran público a pesar de su temprana publicación en Polonia poco después del fin de la guerra (lo que convierte este libro en uno de los testimonios más tempranos). Su difusión en todo el mundo a partir de 1998 (después de que el film “La lista de Schindler” oficializara la tragedia del Holocausto como un referente al horror en la cultura popular) dio lugar a una bien merecida admiración.

Los lectores ya están bastante familiariazados con los testimonios y las narraciones de ficción ambientadas en el exterminio de los judíos, y con esto se corre el riesgo de que todo acabe trivializado como una especie de recurso morboso del mundo del espectáculo (casi como las películas de vampiros), y por eso se agradece un libro como el de Szpilman. Alguien mencionó que la lectura de este testimonio, a pesar del horror que refleja, también comunica paz y esperanza. No tanto por el final relativamente feliz (la supervivencia) o por la aparición del personaje real de un hombre honesto incluso entre quienes fueron forzados a convertirse en verdugos (el oficial alemán que salva a Szpilman), sino porque el narrador, un músico, un profesional de la belleza, no demuestra odio ni rabia que lo autodestruya psíquicamente: lamenta, sufre, compadece y recuerda, pero no se vé degradado por el embrutecimiento. La narración fluye con sencillez y precisión. Los hechos, el dolor del que forma parte de ellos, el ser humano que los vive, todos forman parte de una cierta armonía. Se percibe la honradez y la humildad del que cuenta su historia. No se da aquí aún esa solemnidad oscura, trágica, solemne y rabiosa, en absoluto ilegítima, de quienes han venido después. Y la diferencia aporta la originalidad no menos necesaria de este testimonio.

El efecto es incluso mejor para quienes han visto la película, porque Polanski captó perfectamente el tono del libro y su significado, añadiendo oportunamente tanto la música, imprescindible en este caso en particular, y las imágenes de destrucción y abandono.
Francisco Martín.