jueves, 30 de agosto de 2012

Por qué leer a Émile Zola


                  Fue en los años 80 cuando recurrí por primera vez a  este autor. Buscaba inspirarme en sus argumentos de “J´accusse” para elaborar un artículo periodístico, en un momento en que varios de mis amigos que eran insumisos estaban o prisión o en vísperas de ser juzgados. Desde entonces no había tenido ocasión de volver a sus escritos.
Recientemente he cogido al azar de las estanterías de la biblioteca “El arte de morir”, producto de una cuidada edición en Narrativas del Olivo Azul, que recoge cuatro relatos de este autor naturalista. Me ha bastado leer el primero de ellos para ponerlo en la lista de los recomendables, siempre desde mi posición de mero diletante ocasional.
Para abrir boca (aunque algunos se puedan sentir espantados), voy a citar algunos de sus párrafos, por ejemplo al describir un frío ambiente hogareño como “alfombrillas raídas, tan desgastadas que tiritaban en medio de ese desierto barrido por todos los vientos, que se filtraba por las puertas y ventanas dislocadas”, o a una mujer objeto de deseo de uno de los protagonistas como “odre reventón de carne cuyos encantos desbordaban en rolliza grasa”; o por último cómo hace literatura intencionadamente descarnada, desvelando las consecuencias de los productos de la naturaleza humana: “deja morir de hambre a la vieja (la madre) y al mocoso (el hijo), pero respeta la caja y no metas en líos a tus amigos”.
He ojeado y hojeado el contenido del resto de los relatos, todos ellos con grandes dosis de tragedia, salpicados de ironía y en algún momento de comicidad, narrados con desgarro para describir una sociedad que presume de valores como el sentido del honor, el patriotismo y el sacrificio, por encima de la ternura en las relaciones sociales e incluso familiares. Y en este sustrato se percibe  la ausencia del valor de la vida que conduce con facilidad al absurdo de la muerte.
También he leído este verano a  Dickens (Tiempos Difíciles), otro del XIX, el siglo de los grandes novelistas. A esta nómina podría muy bien pertenecer otro autor que ha ocupado mi descanso estival, Maurice Druon (“Las grandes familias”), que en mi opinión se equivocó de siglo.    
Pepe de la Torre