sábado, 12 de septiembre de 2015

EL INSÓLITO PEREGRINAJE DE HAROLD FRY.

Hace poco se publicó en nuestro país un ensayo, firmado por Frédéric Gros, titulado Andar, una filosofía. En él se exponen distintas concepciones, algunas casi terapeúticas, de lo que puede suponer para algunos filósofos algo tan cotidiano como dar un paseo. Aunque el asunto de El insólito peregrinaje de Harold Fry no sea tan placentero, sí que puede inscribirse también en el terreno de lo simbólico. El protagonista recibe una carta de una antigua compañera de trabajo en la que le cuenta que está muriendo de cáncer. Harold reacciona en principio como lo haría casi todo el mundo, escribiéndole una carta de condolencias. Pero cuando va caminando hacia el buzón de correos, un extraño impulso se apodera de su ser. De pronto siente que su acción no es suficiente, que debe hacer algo más por ese ser moribundo. Y sigue caminando, hasta que, con la ayuda de una empleada de una gasolinera, surge la idea que estaba bullendo en su cabeza: seguir caminando mil kilómetros hacia el norte, hasta llegar a la clínica donde está ingresada Queenie.

El viaje será improvisado, con lo puesto, un proyecto que debe ser puesto en marcha inmediatamente, sin preparativos de ninguna clase. Gran parte de su motivación se basa en una especie de pensamiento mágico: que mientras esté caminando, Queenie no morirá, esperará su llegada para despedirse de él. Como todo buen peregrinaje, va a servir sobre todo para que Harold se conozca mejor a sí mismo, reflexione sobre los errores de su vida y alcance por momentos esa especie de serenidad que solo puede experimentar quien pasa algún tiempo en soledad. Además, el viaje es una ocasión perfecta para abandonar el asfixiante clima de silencios elocuentes que soporta en su hogar desde hace décadas, a causa de enormes malentendidos en su relación con su mujer e hijo:  

"(...) la sensación de libertad, de adentrarse en lo desconocido, era tan estimulante que no podía dejar de sonreír. Estaba solo en el mundo y nada podía interponerse en su camino ni decirle que cortara el césped."

Por supuesto, es evidente que la peregrinación no va a curar a Queenie, pero es una idea tan firmemente asentada en el caminante, que cuando mantenga casualmente una conversación con un oncólogo, en uno de sus descansos, se dará cuenta de que los milagros no existen cuando hablamos de una enfermedad como el cáncer. No obstante, su determinación permanece incólume, aún cuando su cuerpo y sus zapatos naúticos comiencen a sufrir las consecuencias de tan prolongada caminata. El caso de Harold Fry empieza a hacerse famoso y algunos peregrinos se unen a su causa, aunque, como estamos hablando del mundo moderno, las motivaciones de algunos de ellos son más publicitarias que espirituales. Lo cierto es que la cosa llega a un punto en el que Harold está casi a punto de ser declarado santo por la opinión pública, lo que acentúa la sensación medievalista del relato, aunque con un toque muy de nuestro tiempo, en el que estas historias se ponen de actualidad y se olvidan con una velocidad pasmosa:

"La prensa también siguió recogiendo testimonios sobre la bondad de Harold, el cual no tenía tiempo para leer los diarios (...). Un espiritista de Clitheroe afirmó que el peregrino poseía un aura dorada. Un joven que había estado a punto de tirarse del puente colgante de Clifton hizo un relato conmovedor de cómo Harold lo había disuadido.

- Pero si yo no he estado en Bristol - objetó éste (...)."

Desde un punto de vista meramente literario, El insólito peregrinaje de Harold Fry, es una novela que ha sabido fabricar la fórmula perfecta para llegar al gran público y convertirse en un éxito de ventas. Pero eso no quiere decir que nos encontremos ante una narración de calidad, aunque sí correcta. La estructura del libro está un poco descompensada y adolece de muchos episodios reiterativos, que restan agilidad de un relato que apela de manera continuada a los sentimientos del lector, para que se conmueva con el protagonista al igual que lo hace el gran público cuando la historia de Harold se hace famosa. Bien es cierto que el final sí es acertado, una dosis de dureza y realismo, que contrasta con ese pensamiento mágico que ha sido el alimento del protagonista para lograr culminar su simbólica hazaña.   

lunes, 7 de septiembre de 2015

IDA.

El siglo XX fue muy duro con Polonia. La Segunda Guerra Mundial comenzó con la agresión alemana a su territorio. Lo que no suele recordarse tan habitualmente es que los soviéticos habían pactado con Hitler repartirse el territorio polaco y la invadieron a su vez por el este. Un par de años después, en 1941, Alemania invadió la Unión Soviética y acabó perdiendo la guerra. La URSS liberó Polonia, pero bien pronto sus habitantes constatarían que se enfrentaban más bien a una nueva conquista. Desde el principio se organizó una represión generalizada de los militantes en organizaciones políticas no comunistas, siendo el ejemplo más sangrante la realizada contra muchos de los miembros del ejército clandestino polaco que se había levantado contra los nazis en Varsovia. Aunque hubo elecciones libres (que perdieron los comunistas), pronto éstos se harían con el poder, con la ayuda de su control de la policía secreta y la presencia del Ejército Rojo. Bajo los auspicios de Stalin, se establecería un régimen de corte totalitario, en el que el Estado estaría presente en todos los aspectos de la vida del individuo, desde lo laboral (se intentó que todas las empresas fueran públicas) hasta el tiempo de ocio. 

Ida transcurre en el año 1960, durante el gobierno de Wladyslaw Gomulka, un dirigente comunista que había conseguido cierta independencia respecto al control soviético del país. Bajo su gobierno se liberalizaron algo las costumbres, permitiéndose entre cosas la música jazz y rock, algo que se muestra en la película, aunque siempre con la limitación del respeto a la decencia en las costumbres. A pesar de ello, esto no evitó que la situación económica siguiera siendo desastrosa, con las consiguientes huelgas y la creación de organizaciones independientes, como el sindicato Solidaridad, ya en los años ochenta. Respecto a la situación religiosa, a principios de los años cincuenta, el primado Wyszynski había llegado a un entendimiento con las autoridades comunistas, para permitir que la iglesia católica siguiera desarrollando sus actividades sin sobresaltos. A cambio, debía reconocerse la legitimidad del Estado y recomendarse entre los creyentes la obediencia a las autoridades, un acuerdo que causó escándalo a no pocos cristianos.

En estas circunstancias, la película de Pawlidowski nos presenta a Anna, un personaje inocente, que lleva desde la más tierna infancia ingresada en un convento, donde ha asumido con toda naturalidad su naturaleza de novicia y todo lo que ello implica: obediencia, castidad y humildad. Antes de tomar los hábitos como monja, la superiora le recomienda que visite a su tía, el único familiar vivo que le queda. Conocerla va a suponer para Anna enfrentarse bruscamente a su pasado, que es el pasado de su país: su tía Wanda, que es una dura jueza comunista, le revela que en realidad es judía y que su verdadero nombre es Ida. Siendo niña, durante la ocupación nazi, su familia fue asesinada en circunstancias oscuras, por lo que emprenderá un viaje con Wanda para averiguar la verdad de aquellos hechos. A partir de aquí el film adquiere cierta condición de road movie. Las protagonistas se pasean por una Polonia rural y ciertamente sórdida, llena de personajes autodestructivos que parecen haber abandonado toda esperanza de alcanzar alguna vez ese estado difuso que llamamos felicidad. El comunismo es tan gris, tan en blanco y negro como la fotografía de Ida, un régimen que hacía algunas concesiones secundarias, pero en lo fundamental - economía planificada y represión de la disidencia - se mantenía incólume. El individuo no tiene importancia, si no se inserta en la idea de proletariado que el Estado dice proteger.

Así pues, la protagonista aprende más sobre la vida auténtica en tres días que en toda su vida anterior. Experimenta la vida auténtica, siempre desde la moderación de su condición religiosa y saca sus íntimas conclusiones. Además, es capaz de apreciar y querer a un ser de carácter totalmente opuesto al suyo: su tía Wanda, una mujer que ha tratado de exorcizar el pasado a través de la venganza y que ha acabado convertida en una burócrata alcohólica y absolutamente hastiada de la existencia. Ida es un retrato elegante y a la vez nada complaciente acerca del pasado inmediato de un país que todavía está recuperándose de la profunda cicatriz adquirida en el siglo pasado.