martes, 17 de noviembre de 2020

EL BURQA. Relato de Juana Morante Cayuela

           Esta mañana he sacado el burqa del armario. El blanco. El azul, espero no tener que volver a usarlo (no sé donde lo tengo guardado; además, sería una tortura tener que plancharlo. La seda se arruga mucho, y a mí, lo de planchar, nunca me ha gustado). Mi burqa blanco, con q. El burka con k suena a Occidente, a América, a Europa, y no me gusta; es como llamar patata a la papa, batata al boniato. Mi marido se ríe de “mis neuras”, como él las llama. Cuando me ve delante de la ventana con el burqa puesto, no me dice nada, y no se acerca a mí, porque sabe que en ese momento ya no estoy aquí. Me he ido a Afganistán, me he metido bajo el burqa azul de mi madre, he recostado la cabeza en su regazo, y tengo diecisiete años.

     Mi madre se llama Sahar, Alba, y yo me llamo Setareh, Estrella. Afortunadamente, mi abuelo materno y mi padre tenían un gusto exquisito a la hora de elegir los nombres de sus hijos.

     

   Yo era la única hembra entre mis hermanos, seis machos bulliciosos, y además el último parto de mi madre. Mi padre la sustituyó por Zeba, Hermosa, cuando la partera le dijo que yo sería el último vástago. Para él, según mi madre, fue una dura decisión; para ella, que se casó con él por obligación, y que paría por el mismo motivo un hijo tras otro, fue una liberación. Afortunadamente, Zeba era sumisa y dulce, y cumplía con la obligación de servir a mi madre, y darle más hijos a mi padre, con la devoción de una sincera musulmana. A pesar de su nombre, Zeba no era lo que se dice guapa; la dote que mi padre tuvo que pagar por ella fue una “auténtica ganga”, como se dice por aquí. Era la séptima hija de un amigo suyo, que había tenido la desgracia de no tener hijos varones, pero que conseguía salir adelante con las dotes de sus hijas. Tuvo quince, hasta que su esposa, que había estado pariendo desde los catorce (los casaron cuando él tenía veinte y ella doce) dijo hasta aquí llegué, y murió en el último parto. No volvió a casarse. Ya tenía mujeres suficientes para solucionarle el problema económico hasta el fin de sus días. No era el caso de mi padre, rico en bienes y en hijos, bendecido por Alá, decía él. A mí, nunca me perdonó que me casara con un extranjero, además no musulmán. A mi madre tampoco le perdonó que protegiera mi decisión, y mi huida camuflada bajo el magnífico burqa blanco, recamado de perlas, que llevó el día de su boda.

     Hoy estoy triste. Mi padre, no volvió a comunicarse conmigo desde que huí. A través de mi hermano menor, que estudia en Inglaterra, sé de mi casa y de mi hermosísima madre, mi Alba rosada, mi Rosa fragante, la que posándome el dedo índice de su mano izquierda en los labios, y la mano derecha, abierta, cálida y suave, en la nuca, me miró a los ojos, y me puso dos burqas en las manos: el blanco de seda de su boda, y el azul que la protegía de miradas extrañas en la calle, y me dijo: - Guarda el blanco, para recordarme, ponte el azul , sal a la calle y huye. No te preocupes, Zeba vigila. Yo lo hice al revés. Guardé el azul, y me fui con mi burqa de novia hasta la casa donde vivía mi Amor, cooperante de una ONG, a la vuelta de mi casa, escoltada por los hijos mayores de Zeba. Mi padre y mis hermanos estaban en esos momentos entrenando a sus águilas cazadoras con un maestro kasajo al que reverenciaban. Nada que temer.


     Hoy, mi padre, no sé cómo lo ha conseguido, me ha mandado, sin intermediarios, un wapp. Decía: <Tu madre ha muerto. Mi Alba, mi rosa iluminada, me ordenó que te lo dijera, so pena de dejarme en la oscuridad>. ¡Mi padre poeta, siempre soñando con ser el Shahriar de Scheherezade, y mi madre, Su reina de las Mil y una Noches!

     Zeba murió hace algún tiempo. Un mal parto del que no se recuperó.

     Así que he vuelto. Desde mi ventana, he volado a los brazos de mi madre y a la cocina de Zeba, sin moverme de mi casa. Así volaban ellas, así vuelo yo.


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