jueves, 3 de marzo de 2016

JUEGOS PROHIBIDOS, DE RENÉ CLÉMENT.

El siglo XX cuenta con el triste record de haber producido las guerras más devastadoras que la humanidad había conocido hasta ese momento. Lo peculiar de la Segunda Guerra Mundial fue que por primera vez la población civil era un objetivo prioritario en el combate (un fenómeno que ya se había experimentado en la reciente Guerra Civil española), algo consustancial al concepto de guerra total que se empezaría a manejar en aquellos años. Precisamente las primeras imágenes de esa obra maestra que es Juegos prohibidos reflejan bien esa realidad: los parisinos huyendo despavoridos por los caminos rurales del fulminante avance alemán y la Luftwaffe bombardeando a placer las columnas de refugiados, como parte de una estrategia de terror que conduciría a la pronta rendición de los franceses. Los padres de familia se sienten humillados en esa ratonera. El automóvil de Paulette, la niña protagonista, se estropea. No hay solidaridad con su familia, los que van detrás lanzan el coche por un terraplén y prosiguen su avance. Entonces aparecen de nuevo en el horizonte los Stukas alemanes, que provocan una masacre: los padres de Paulette mueren ametrallados. También su perrito.

Este brutal primer encuentro de Paulette con la muerte no la traumatiza, porque la niña no sabe bien lo que está pasando. No comprende que su perrito de pronto ya no responda a sus caricias, que sus padres hayan dejado de protegerla. Persiguiendo al cadáver del perro, que una desaprensiva mujer ha tirado a un río, llega a la humilde morada de unos campesinos. En aquel lugar la guerra se percibe como un espectáculo cercano, pero que no les afecta directamente. La vida sigue más o menos igual, aunque con la lógica inquietud de quienes intuyen que están produciéndose cambios muy importantes. Muy pronto Paulette se hará amiga de Michel, un muchacho muy despierto, con el que le va a unir un vínculo muy especial, casi matrimonial, podríamos decir. Con él canalizará esa fascinación que le ha producido el descubrimiento de la muerte que, junto al de la religión (sus padres al parecer eran laicos y ella aprende algunas nociones de su familia provisional), les lleva a crear un nuevo juego: la organización de un cementerio clandestino de animales e insectos, una especie de homenaje infantil a los seres que, misteriosamente, dejan de interactuar con nosotros.

En este sentido, Juegos prohibidos es una película valiente a la vez que sensible. El acercamiento lúdico a la muerte, el robo de cruces y la fascinación por la belleza del camposanto que construyen juntos, no es más que la reacción de dos seres inocentes ante la brutalidad que los adultos han desatado a su alrededor. La muerte está presente sí, entonces, como ya hicieron los hombres primitivos, hay que canalizar elementos simbólicos para homenajearla, para que sus víctimas no caigan en el olvido. Clément se mueve entre lo cómico, lo trágico y lo macabro, consiguiendo un exquisito equilibrio entre estos tres elementos para construir una película soberbia, que se beneficia de una fotografía magistral por parte de Robert Julliard y de una interpretación memorable por parte de los dos niños protagonistas, Brigitte Fossey y Georges Poujouly, que saben transmitir la inocencia propia de la infancia, un ejemplo de cordura cuando a sus mayores les da por organizar matanzas en las que ellos pueden ser tan víctimas como cualquiera. Pocos retratos íntimos de lo que supone la guerra para la gente cotidiana han alcanzado tal grado de perfección.

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