lunes, 17 de septiembre de 2018

La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza. Crónica de la sesión de Club de lectura. 14/09/2018



Por Asunción Cabello López

    Un sol tristón a mediados de septiembre empujó nuestras espaldas hacia el mundo de las letras. Habíamos hecho los deberes de un verano flojo, sin valor de fuego. Cristóbal Cuevas nos recibió encantado de sorprendernos. Onofre Bouvila, trajeado del 29, manos en bolsillos de chaqueta doble pechera, jugueteaba quizá con el diamante Regent. Al vernos se detuvo. Sonrió con cierta rojez en las mejillas.
     Buenas tardes, amigos: a sabiendas de parecer pretencioso quiero contaros, de primera mano, las motivaciones que hicieron de mí una persona ¿cruel?
        Los presentes callamos. Nos sentamos sin mirarnos, temerosos de romper el hechizo, en torno a las cuatro mesas encajadas a lo largo y ancho de la amplia habitación repleta sus paredes de historias tan interesantes o más que la del autoinvitado.
     Como iba diciendo, no, mejor remontaré mi relato al principio —permaneció de pie.
     Alguien dijo: Sea breve, por favor, no desmigaje las casi 600 páginas de unas andanzas que ya conocemos.
   ¿Acaso cree que adornaré a mi favor lo que mi creador ha decidido mostrar sobre mí sin reparo?
     No, por supuesto que no, prosiga —dijo el valiente.
      Gracias. En realidad Mendoza me pensó en alguien bueno, luego creyó que con piel infame conseguiría más clarividencia en los acontecimientos que proyectaba contar. Siendo, como es, un entusiasta de Barcelona, se sumergió conmigo entre las dos grandes Exposiciones Universales, 1888 - 1929. No me podía negar, ¡¿quién se enfrenta a su creador?! En fin, el resultado no fue tan terrible. Salí de una zona rural por un demoledor desengaño con mi padre.
     Oiga, no se explaye, el tiempo camina sobre sus palabras, abrevie —instó una voz razonada.
       Está bien, iré al grano: Mi padre marchó a Cuba y volvió diez años después trayendo por toda riqueza un mono enfermo, que una vez muerto mandó disecar, un traje a medida, un sombrero panamá y un montón de deudas. ¿Os imagináis el impacto emocional de un chiquillo anhelante de agarrar fuertemente la fortuna de un país en el bolsillo de su padre?
     Todos callamos. Onofre Bouvila paseo sus ojos sobre el canto de innumerables libros acoplados en estanterías claras.
     Como sabéis —continuó— me instalé en la pensión del señor Braulio, hombre travestido en la clandestinidad de los garitos. Me enamoré salvajemente de su hija Delfina, odié a Belcebú, gato infernal que hacía honor a su nombre. Repartí panfletos anarquistas, sin saber de qué iba aquello. Vendí crece pelos. Conocí a Efrén Castell, gigante por dentro y por fuera; un amigo para toda la vida. Reuní caterva de niños-ladrones-nocturnos sustraedores de objetos diversos en grandes almacenes. Hice mía a Delfina de mala manera ignorando su libre entrega por amor. Me asocié con don Humbert Figa i Morera, abogado corrupto, conocedor de las noches barcelonesa, a las que me aficioné: cabarets, burdeles, proxenetas, prostitutas…, y gracias al cual pude participar, con la hipoteca de las tierras de mis padres, en el mundo de la especulación de viviendas. Mientras, Barcelona se expandía, bullía, evolucionaba social e industrialmente. Medré rápido, me casé con Margarita, hija de mi socio, tuve cuatro hijos que no me dieron ninguna satisfacción. Enfrenté situaciones fuertes contra gánsteres de la banda opuesta a Humbert Figa i Morera saliendo vencedor. ¿Delinquí?, por supuesto que sí, Mendoza me lo exigía, también el momento histórico.
      Mi naturaleza inquieta se movía entre personajes importantes de la época: Mata Hari, Rasputín, Sissi Emperatriz, Alfonso XIII, Primo de Rivera, Picasso… —sacó levemente la lengua intentando mojar los labios—. Por favor, alguien puede darme un vaso de agua.
    Nos miramos. Un compañero le alargó su botellín a la mitad.
  Gracias —bebió—. No os voy a entretener mucho más. ¿Por dónde iba? Ah, ya. Durante la Gran Guerra seguí enriqueciéndome con la venta de armas. Como veis, no trato de justificarme, soy mala persona por deseo de Mendoza, es un hecho al que no puedo sustraerme.
    Después de la guerra invertí parte de mi capital en el cinematógrafo, haciendo de Delfina una actriz efímera que acabó sus días en el psiquiátrico. El tiempo corría delante de mí sin poder alcanzarlo. Mis riquezas no me llevaron al reconocimiento burgués, causándome gran pesar. Pasados los cincuenta me enamoré de María, hija del inventor Santiago Belltall, al que financié una especie de pájaro de vertical subida.
     El tiempo en que no pude trapichear con mis bienes, debido a la dictadura de Primo de Rivera, invertí en diamantes. La suerte me trajo el Regent, limpio, grande, valiosísimo, con él en el bolsillo de la chaqueta subí junto a María al aparato volador. Durante la marcha sobre el mar, antes de hundirse el artefacto en aguas mediterráneas, creí oír voces del pueblo: «¿Será verdad que de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿qué durante la guerra traficaba con armas?, ¿qué tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad?
    Hubo silencio de ermita. Onofre Bouvila dejó el botellín vacío sobre una silla junto a él, miró por encima de nuestras cabezas, allí, de cara frente a él, vio sobre una de las estanterías la portada de La ciudad de los prodigios.



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