Por Asunción Cabello López
Un sol tristón a
mediados de septiembre empujó nuestras espaldas hacia el mundo de las letras. Habíamos
hecho los deberes de un verano flojo, sin valor de fuego. Cristóbal Cuevas nos recibió
encantado de sorprendernos. Onofre Bouvila, trajeado del 29, manos en bolsillos
de chaqueta doble pechera, jugueteaba quizá con el diamante Regent. Al vernos se detuvo. Sonrió con
cierta rojez en las mejillas.
Buenas tardes,
amigos: a sabiendas de parecer pretencioso quiero contaros, de primera mano,
las motivaciones que hicieron de mí una persona ¿cruel?
Los presentes callamos. Nos sentamos sin
mirarnos, temerosos de romper el hechizo, en torno a las cuatro mesas encajadas
a lo largo y ancho de la amplia habitación repleta sus paredes de historias tan
interesantes o más que la del autoinvitado.
Como iba
diciendo, no, mejor remontaré mi relato al principio —permaneció de pie.
Alguien dijo: Sea breve, por
favor, no desmigaje las casi 600 páginas de unas andanzas que ya conocemos.
¿Acaso cree que adornaré
a mi favor lo que mi creador ha decidido mostrar sobre mí sin reparo?
No, por supuesto
que no, prosiga —dijo el valiente.
Gracias. En
realidad Mendoza me pensó en alguien bueno, luego creyó que con piel infame conseguiría
más clarividencia en los acontecimientos que proyectaba contar. Siendo, como es,
un entusiasta de Barcelona, se sumergió conmigo entre las dos grandes
Exposiciones Universales, 1888 - 1929. No me podía negar, ¡¿quién se enfrenta a
su creador?! En fin, el resultado no fue tan terrible. Salí de una zona
rural por un demoledor desengaño con mi padre.
Oiga, no se
explaye, el tiempo camina sobre sus palabras, abrevie —instó una voz razonada.
Está bien, iré
al grano: Mi padre marchó a Cuba y volvió diez años después trayendo por toda
riqueza un mono enfermo, que una vez muerto mandó disecar, un traje a medida,
un sombrero panamá y un montón de deudas. ¿Os imagináis el impacto emocional de
un chiquillo anhelante de agarrar fuertemente la fortuna de un país en el
bolsillo de su padre?
Todos callamos.
Onofre Bouvila paseo sus ojos sobre el canto de innumerables libros acoplados
en estanterías claras.
Como sabéis
—continuó— me instalé en la pensión del señor Braulio, hombre travestido en la
clandestinidad de los garitos. Me enamoré salvajemente de su hija Delfina, odié
a Belcebú, gato infernal que hacía
honor a su nombre. Repartí panfletos anarquistas, sin saber de qué iba aquello.
Vendí crece pelos. Conocí a Efrén Castell, gigante por dentro y por fuera; un amigo
para toda la vida. Reuní caterva de niños-ladrones-nocturnos sustraedores de objetos
diversos en grandes almacenes. Hice mía a Delfina de mala manera ignorando su libre
entrega por amor. Me asocié con don Humbert Figa i Morera, abogado corrupto, conocedor
de las noches barcelonesa, a las que me aficioné: cabarets, burdeles,
proxenetas, prostitutas…, y gracias al cual pude participar, con la hipoteca de
las tierras de mis padres, en el mundo de la especulación de viviendas.
Mientras, Barcelona se expandía, bullía, evolucionaba social e industrialmente.
Medré rápido, me casé con Margarita, hija de mi socio, tuve cuatro hijos que no
me dieron ninguna satisfacción. Enfrenté situaciones fuertes contra gánsteres
de la banda opuesta a Humbert Figa i Morera saliendo vencedor. ¿Delinquí?, por
supuesto que sí, Mendoza me lo exigía, también el momento histórico.
Mi naturaleza inquieta se movía entre
personajes importantes de la época: Mata Hari, Rasputín, Sissi Emperatriz,
Alfonso XIII, Primo de Rivera, Picasso… —sacó levemente la lengua intentando
mojar los labios—. Por favor, alguien puede darme un vaso de agua.
Nos miramos. Un
compañero le alargó su botellín a la mitad.
Gracias —bebió—.
No os voy a entretener mucho más. ¿Por dónde iba? Ah, ya. Durante la Gran
Guerra seguí enriqueciéndome con la venta de armas. Como veis, no trato de
justificarme, soy mala persona por deseo de Mendoza, es un hecho al que no
puedo sustraerme.
Después de la
guerra invertí parte de mi capital en el cinematógrafo, haciendo de Delfina una
actriz efímera que acabó sus días en el psiquiátrico. El tiempo corría delante
de mí sin poder alcanzarlo. Mis riquezas no me llevaron al reconocimiento
burgués, causándome gran pesar. Pasados los cincuenta me enamoré de María, hija
del inventor Santiago Belltall, al que financié una especie de pájaro de
vertical subida.
El tiempo en que
no pude trapichear con mis bienes, debido a la dictadura de Primo de Rivera, invertí
en diamantes. La suerte me trajo el Regent, limpio, grande, valiosísimo, con él
en el bolsillo de la chaqueta subí junto a María al aparato volador. Durante la
marcha sobre el mar, antes de hundirse el artefacto en aguas mediterráneas, creí
oír voces del pueblo: «¿Será verdad que
de joven fue anarquista, ladrón y pistolero?, ¿qué durante la guerra traficaba
con armas?, ¿qué tuvo a sueldo a varios políticos de renombre, a varios
gabinetes ministeriales enteros?, ¿y que todo esto lo consiguió solo y sin
ayuda, partiendo de cero, a base de coraje y voluntad?
Hubo silencio de
ermita. Onofre Bouvila dejó el botellín vacío sobre una silla junto a él, miró
por encima de nuestras cabezas, allí, de cara frente a él, vio sobre una de las
estanterías la portada de La ciudad de
los prodigios.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/la-mitad-invisible/mitad-invisible-ciudad-prodigios-eduardo-mendoza/1358167/
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