A la espera de la nueva película de Woody Allen - que dicen que es la mejor en muchos años - es bueno repasar en el baúl inagotable de su obra cinematográfica y recuperar algunas de sus obras clásicas, como Delitos y faltas, que para mí es su obra más lograda, aunque sea por el extraordinario equilibrio que sabe mantener entre comedia y tragedia.
El guión de Delitos y faltas hace una evocación más que evidente de la obra maestra de Dostoievski, Crimen y castigo. El protagonista de la que podríamos denominar parte trágica es el doctor Judah Rosenthal, un oftalmólogo que parece vivir una existencia perfecta: goza de un gran prestigio profesional, su familia le adora y posee el suficiente dinero como para vivir en una burbuja de bienestar que le aisla de los problemas del mundo real. Pero hay una molesta piedra en su zapato que amenaza con dejarle descalzo: una amante a la que hizo demasiadas promesas y que ahora se ha convertido en un ser histérico cuya única pretensión es que Rosenthal demuestre la veracidad de sus pasadas declaraciones de amor y se divorcie de su mujer. Si no, está dispuesta a destruir su vida. Ante esta tesitura, el oftalmólogo deberá optar entre las soluciones que le ofrecen dos personas (que son como el ángel bueno y el ángel malo que se aparecen al protagonista en algunos dibujos animados), un rabino amigo suyo, cuya visión del mundo tiene que ver más con lo celestial que con lo material (y que, paradójicamente, se está quedando ciego), que le aconseja que afronte el problema contándoselo todo a su mujer y su propio hermano, alguien que está acostumbrado a moverse al otro lado de la ley, que le ofrece una solución más radical: matar a su amante.
En la otra historia, el protagonismo está reservado al propio Woody Allen, que interpreta a Cliff Stern, un hombre que está pasando por una profunda crisis vital: su matrimonio hace aguas y su trabajo como realizador de documentales no prospera. Stern intentará acogerse a un nuevo amor, pero todo le saldrá mal. Aunque su historia está narrada en tono de comedia, el fondo es amargo y el espectador siente que el castigo del que se hace acreedor por su faltas, es desmesurado, sobre todo si lo comparamos con el destino de Rosenthal.
Como en la novela de Dostoievski, el gran tema de Delitos y faltas es el remordimiento, esa sensación de ser devorado por dentro que puede afectarnos independientemente de la gravedad de nuestras culpas. Así lo expresaba Emil Cioran en su obra El ocaso del pensamiento:
"El remordimiento metafísico es una turbación sin causa, una inquietud ética en el límite de la vida. No tienes culpa alguna de la que arrepentirte y sin embargo sientes remordimientos. No te acuerdas de nada pero te invade un sentimiento infinitamente doloroso del pasado. No has hecho nada malo pero te sientes responsable de los males del universo. Sensaciones de Satanás delirante de escrúpulo. El principio del Mal apresado en las redes de los problemas éticos y en el terror inmediato de las soluciones. Cuanto menos indiferente seas al Mal, más cerca estarás del remordimiento esencial. (...)"
Pero ¿cuál es la solución? Parece ser que ese sentimiento tan difuso que llamamos amor. Quien goza del amor de los demás, se salva. Quien no es capaz de ser acreedor del mismo, acaba hundiéndose. Así Rosenthal, que vive rodeado del cariño de los suyos, se va construyendo poco a poco un subterfugio para justificar como inevitable un acto que en realidad ha sido inhumano y merecedor de los más severos reproches. En cambio, Stern pierde sus dos amores, el antiguo y el que esperaba con ilusión. Cuando lo vemos por última vez, parece estar actuando sobre él la eterna frialdad del Universo. En palabras del profesor Louis Levy, sobre el que está realizando un documental:
"Pero debemos recordar siempre que nosotros cuando nacemos necesitamos mucho amor para convencernos de que hay que seguir viviendo y una vez conseguido ese amor suele durarnos. Pero no olvidemos que el Universo es un lugar muy frío. Somos nosotros los que lo revestimos con nuestros sentimientos y, desde luego, en ciertas condiciones nos parece que esto no vale la pena."
El ojo de Dios. El ojo de la propia conciencia. El ojo ajeno. Y, por fin, el ojo del espectador que juzga la tragedia desde fuera, pero inevitablemente comparando la existencia de los personajes con la suya propia. Por eso fue tan apasionado el debate del viernes pasado, porque Woody Allen toca temas intemporales, a través de un equilibrio magistral entre comedia y tragedia que suele estar presente en nuestras vidas.
Mi opinión en pocas palabras, más sosegada que la que expresé en el debate inmediato a la proyección, es que Woody Allen hace trampa. El primer personaje, un honesto y reflexivo adúltero, triunfa bajo el supuesto de superar la situación con un sencillo asesinato. Por el contrario el perdedor, con escasa inteligencia emocional y fiel a sus excentridades, más que principios, no se lleva el premio final, sino que acaba recibiendo lo que se está buscando a gritos. Un fábula con antimoraleja, con banda sonora de Schubert y Billie Holiday
ResponderEliminarNo estoy de acuerdo con lo de "honesto y reflexivo adúltero". El personaje que interpreta Martin Landau acaba teniendo un perfil siniestro. Triunfa y se reincorpora a su vida de éxito, pero no nos cabe duda de que, en adelante, siempre será un asesino, aunque nadie lo sepa. Bueno, nosotros sí lo sabemos porque hemos visto la película...
ResponderEliminarCiertamente olvidé entrecomillar esa expresión, ya que quería resaltar la intencionalidad del director de presentarnos al personaje como un individuo sosegado y reflexivo, en contraposición a su desequilibrada amante
ResponderEliminarYo creo que el doctor, a pesar de su aparente triunfo final, acaba perdiendo, ya que su contacto con el "mundo real", aunque indirecto y a través de su hermano, le ha hecho atisbar el mundo terrible que hay más allá de su burbuja de bienestar. Él no ha nacido para ser un criminal, por lo que seguro que en el futuro el fantasma de su amante muerta volverá a visitarle.
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