A finales de los ochenta en Rumanía, que es cuando transcurre la historia de Cuatro meses, tres semanas y dos días, nadie podía imaginar la próxima caída del dictador Ceaucescu. Mientras tanto, las dos protagonistas viven en una residencia de estudiantes situada en una ciudad tétrica. Y es que la ambientación que otorga Mungiu a su película es uno de sus mayores logros. Ya desde los primeros minutos el espectador se ve atrapado por un entorno opresivo, con unos personajes que se mueven por unas calles frías y pobremente iluminadas. Además, estas jóvenes han de tener cuidado cuando se conversan con alguien desconocido, aunque sea la recepcionista de un hotel, puesto que da la impresión de que todo el mundo es un informador del Estado. Esta recepcionista, sin ir más lejos, se dirige a Otilia con descaro haciéndole todo tipo de preguntas y evaluándola con la mirada. Todo el mundo parece ser desagradable en esta Rumanía desangelada. También en la residencia parece gobernar un régimen particular, repleto de pequeñas corruptelas destinadas a conseguir pequeños lujos, como cigarrillos o productos cosméticos.
Pero es un aborto clandestino el principal asunto de la película. En 1966, Ceaucescu decretó la prohibición de la interrupción del embarazo, puesto que pretendía subir el índice de natalidad en el país. Esto provocó que muchas mujeres tuvieran que recurrir a abortos clandestinos, que solían practicarse sin las mínimas condiciones sanitarias, muriendo durante estos años cientos de miles de ellas. Gabita, la amiga de Otilia, que es quien se ha quedado embarazada, se ha decidido a afrontar su problema cuando ya está de cinco meses. La pobre muchacha asiste a su propio drama con una mirada ausente, de incredulidad. Es su amiga incondicional Otilia la que debe encargarse de organizarlo todo y de que el delicado asunto se resuelva razonablemente bien. Las dos quedan en manos del señor Bebe, un abortista clandestino que no tiene nada de altruista. Cuando penetramos en una triste habitación de hotel con estos tres personajes, la sordidez se vuelve casi insoportable. Y es que el señor Bebe, lejos de compadecerse de las dos muchachas, se aprovecha de su situación de absoluta indefensión.
Mientras espera a que su amiga expulse el feto, Otilia debe seguir ocupándose de su vida cotidiana, para que nadie sospeche. La escena que transcurre en casa de los padres de su novio es una de las genialidades de esta película repleta de ellas. Mungiu coloca su cámara mirando fijamente a una cena de cumpleaños y el diálogo de los personajes nos resumen lo que significaba vivir en el régimen comunista rumano, mientras la tensión se palpa en el rostro de la muchacha, que solo puede pensar en la soledad de su amiga. Si quieren experimentar un epílogo adecuado para la experiencia inquietante que supone ver esta película, vayan a youtube y busquen el último discurso que pronunció Ceaucescu ante su pueblo, en una plaza abarrotada de gente con banderas rojas, en la que de pronto empiezan a escucharse gritos de protesta. El dictador levanta la mirada asustado y sorprendido ante el hecho inaudito de que alguien se atreva a interrumpirle. Y entonces es su mujer la que reacciona, mandando callar a una multitud cada vez más vociferante, que reacciona aumentando el nivel de su protesta. Tras ellos no es difícil ver a miembros de la policía secreta del régimen que se mueven nerviosos de un lado a otro. Unos días después, el matrimonio Ceaucescu yacía en el suelo en un charco de sangre después de un juicio sumarísimo.
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