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La Fiesta del
chivo
El pasado 24 de marzo tuvimos nuestra reunión mensual
en torno a esta novela de Mario Vargas Llosa.
Como me propuse que no pase ninguna de las lecturas
del club sin dejar constancia en el blog, y viendo, por el tiempo transcurrido,
que ninguno de los tertulianos/as se ha decidido a ello, dejo estas palabras en
torno a la obra que nos reunió ese día. Me centro en el hecho radiográfico que
hace el autor sobre las dictaduras en general sirviéndose de una en particular.
No entro ni en el estilo de V. Llosa, incuestionable, ni en los pormenores de
la obra (sobre ambos hay información, hasta la saciedad, en la red).
Lo primero que debo decir es que fue una de las obras
que proclamó un criterio favorable unánime, cosa rara: una gran radiografía de
las dictaduras, sean del signo que sean. El autor eligió, creo que con gran
acierto, una dictadura como fue la de Trujillo que se empleó a fondo en
convertir a un país en algo propio. Trujillo no fue un dictador de tránsito,
no. Fue alguien, así nos los presenta la novela, que ejerció la dictadura como
si fuese un elegido, un prócer que tiene que guiar a un país que no sabría que
hacer sin él. Claro está que, de camino en esta sublime e irrenunciable misión,
el país se convierte en un cortijo/hacienda propio y que cualquier crítica o
atisbo de disidencia será considerado como una traición
y reprimido de forma contundente y brutal. No hay nada tan didáctico para
fomentar la leyenda personal como alimentar el miedo en el contrario. .
Tampoco queda fuera del ámbito del dictador endiosarse,
mientras tiraniza a diestra y siniestra, y de camino proclamar las “grandes
virtudes patrias” de sus familiares; por muy negados, zoquetes y cafres que
sean. Y en esto la familia de Leonidas Trujillo, hijos incluidos, tampoco
escasea ejemplos al autor.
Vargas
Llosa tampoco deja fuera de su obra las condiciones para que un dictador se
adueñe de un país tantos años. Y dichas condiciones las ponen, como no puede
ser de otra manera, las clases altas (entendiéndose aquí como clase altas los arribados al poder, sea cual sea su
procedencia social). Como dice el gran ensayista español Rafael Sánchez
Ferlosio: “La clase ociosa siempre beneficiaria y promotora de cualquier ideología”.
Es esta clase que mantiene su estatus de poder económico y social a la sombra
del dictador la que lo mantiene encumbrado –aunque para ello, en muchos casos,
aguanten de forma individual, las mayores ignominias y vejaciones personales:
todo con tal de contar con el favor del supremo, y participar en el reparto de la
tarta – en el caso de las dictaduras gubernamentales, la tarta es todo un país.
Creo que Don Mario tenía muy claro, y esto es lo que
hace especialmente grande su novela, que
todas las dictaduras son iguales a si mismas por grande o pequeño que sea
su ámbito: su razón de ser es mantenerse
a si mismas -en la figura de un dictador
-y su discurso justificar lo
injustificable – la supuesta grandeza y necesidad de la dictadura, su
método eliminar cualquier resonancia de disidencia u oposición por mínimas que
sean; incluso, a veces, antes que surjan (para evitar tentaciones). Y aquí -como
también muestra muy bien la novela -es donde suelen surgir los talones de
Aquiles de las dictaduras: El dictador y su “equipo de limpieza de opositores”
ven complots y posibles traidores por todos lados –incluso entre sus propias
filas- “depurando” constantemente a cualquiera que parezca mínimamente
sospechoso o incluso antipático o soberbio a sus ojos. Esto, cuando son
dictaduras muy largas, genera cada vez más sangrías entre los propios;
recuérdese a Stalin o las cárceles cubanas, donde se han consumido muchos de sus
líderes iniciales caídos en desgracia, o la misma dictadura de la novela.
En la mayoría de las dictaduras que han caído por la
fuerza, incluida la que retrata esta novela: Leónidas Trujillo en la República
Dominicana, han caído por desafectos del régimen; quienes por algún motivo, las
más de las veces personal, estaban profundamente resentidos, tanto como para
jugársela. También, la mayoría de las veces, no había otra ideología detrás que
no fuese la animadversión o venganza contra el dictador y sus perros,
imponiéndose después otra dictadura e incorporándose los mismos derrocadores a
la nueva forma de dictadura. Como fue el caso del propio Trujillo con su
predecesor, al que derrocó.
Mi pregunta ante esta magnífica novela, y otras
cuantas que he leído –así como algunos ensayos – sobre el tema es la misma:
¿Dónde estaba, mientras tanto, el pueblo? Ese pueblo que nunca aparece para
nada. ¿Realmente, ningún pueblo –mientras tenga el plato de lentejas- hace nada
para quitarse de encima el oprobio opresor que lo limita a un organismo que se
alimenta? Y si esto, por desgracia,es
cierto, ¿donde se encuentra el pueblo cuando en democracia, apoyados por las
formas plurales del sistema -nada más que por las formas -el poder, que siempre
tiende ha hacerse dictatorial ,se apodera de forma artera y soterrada del porvenir de
ese pueblo y todo ello, encima, con el marchamo democrático, y a favor de los
de siempre: los arribados al poder.¿O
es el poder político quien se arriba ahora a
los de siempre?
Pero esa es otra historia. ¿O…, no?
He leído por ahí que este libro, aunque se refiere a un personaje, un país, unos actores y una época muy concreta, es un análisis universal de todo fenómeno de autoritarismo, como apunta Paco Torres. Y que una prueba de esta universalidad es el hecho de que la protagonista sea una mujer, que se ofrece como sacrificio al tirano. Este quizás sea el recurso simbólico más fuerte, pero no el único, de la novela.
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