Paulina Escobar es una mujer rota. Habita en un país sudamericano que está viviendo la transición desde una terrible dictadura a la democracia. Durante aquella etapa ella fue militante política clandestina, fue capturada y torturada salvajemente durante semanas. Paulina no puede olvidar. Si observa que un coche se para de noche junto a su puerta, se abalanza sobre su pistola y se esconde temblando. Después de quince años, sigue reviviendo aquellos hechos como si hubieran sucedido el día anterior. Y es que un torturado difícilmente se recupera del trauma, del dolor, de la humillación, de la situación de indefensión en la que la humanidad es reemplazada por el puro terror. Gerardo, su marido, le debe la vida. Ella jamás lo delató y, a pesar de que cuando fue liberada él era amante de otra mujer, finalmente se casó con Paulina con una mezcla de agradecimiento y amor. Con estos antecedentes, la convivencia del matrimonio Escobar es complicada y se sostiene es por la inmensa paciencia del marido, un hombre que apenas es capaz de imaginarse los padecimientos de Paulina. Como es lógico, ella paga con reproches contínuos a su esposo su rencor contra el mundo. Para más inri, Gerardo acaba de aceptar el nombramiento como presidente de una Comisión para el esclarecimiento de la verdad de los crímenes de la dictadura.
La misma noche tormentosa en la que Paulina ha conocido el nuevo cargo de su esposo, llega un invitado circunstancial a la casa, que se encuentra situada en un paraje aislado de la costa. Ella escucha su voz. Se estremece. Los recuerdos vuelven con más fuerza que nunca. A pesar de que padeció su tormento siempre privada de visión, la voz del doctor, el peor de sus verdugos es inolvidable. El médico que primero la curó y después la violó, que la trató como un pedazo de carne. Ella le golpea y lo ata. Se han cambiado los papeles. La antigua víctima tiene ahora el poder.
A partir de aquí ya tenemos establecidos los personajes de esta obra, que, al más puro estilo de Polanski, está concebida como un juego de supremacía, mentiras y amenazas. Paulina al principio manifiesta una rabia animal, que tiene que ver con un deseo de venganza. Miranda defiende su inocencia, ante su presunta víctima y también ante el espectador. Y Gerardo, siempre prudente como hombre medroso que es, intenta aportar un poco de cordura a la situación, intentando la simulación de un juicio justo. Poco a poco ella cambia la idea de una venganza voluptuosa por la de una confesión sincera del reo. Eso demostraría su superioridad moral: ante el doctor Miranda, por no llevar su poder temporal sobre él hasta las últimas consecuencias y ante su marido, que comprenderá la auténtica dimensión del sacrificio al que tuvo que someterse para salvarle la vida.
Puede parecer, en una primera impresión, que La muerte y la doncella quiere reflexionar sobre la reconciliación y el perdón, pero en realidad lo que busca la Paulina es algo que las víctimas raramente consiguen: la confesión de su torturador, la humillación de tener que exponer sus pecados: el cobarde abuso que cometió sobre seres indefensos. La confesión es también una forma de justicia, quizá más pura que la mera venganza penal ejecutada por el Estado. Por eso casi ningún criminal - me refiero a asesinos, violadores, corruptos y demás calaña - suele confesar su culpa y mucho menos pedir perdón a la víctima. Por eso Paulina no busca que el doctor Miranda se justifique, sino que le devuelva su identidad como persona. Y esto solo lo va a conseguir con el reconocimiento de la abyección moral de un torturador que no va a tener más remedio que asomarse - aunque sea brevemente - al abismo infernal de sus propias obras. Una película redonda, sostenida por la tensión que sabe imprimir Polanski al relato y por la magnífica interpretación de sus tres únicos protagonistas.
A mi me faltó ver el empujoncito, se ve que no tengo bastante con la confesión de este individuo, le hubiera dejado solo con la música de las olas tragándoselo mar adentro.En fin muy buena película.
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