“Escribí una novela porque tuve ganas. Creo que es una razón suficiente para ponerse a contar. - cuenta Umberto Eco en las Apostillas a El nombre de la rosa - El hombre es por naturaleza un animal fabulador. Empecé a escribir en marzo de 1978, impulsado por una idea seminal. Tenía ganas de envenenar a un monje. Creo que las novelas nacen de una idea de ese tipo y que el resto es pulpa que se añade al andar.”
A veces resulta fascinante conocer cual fue la semilla de las grandes obras, como se va construyendo una estructura literaria con unos cimientos que van reforzándose poco a poco hasta que la historia toma forma, va alimentándose a sí misma y crea un mundo en el que el lector puede penetrar y vivir instalado cómodamente un tiempo en él. Yo ya lo he hecho, gozosamente, en tres ocasiones con El nombre de la rosa, quizá una de las novelas más influyentes del siglo XX.
Principios del siglo XIV. Un hombre con una montura sube una angosta cuesta que desemboca en un tenebroso edificio. Le acompaña un muchacho, su discípulo. Es un detective. Miento, no es un detective, es un monje, pero un monje un poco diferente, un indagador de la verdad que no se conforma con el mensaje de las sagradas escrituras. Guillermo de Baskerville quiere saber más. Es un bibliófilo empedernido en una época en el que el acceso a los libros se encuentra muy limitado. La cultura está salvaguardada en las bibliotecas de las viejas abadías, pero sus guardianes son muy celosos: temen que otras verdades disputen la primacía del pensamiento eclesiástico oficial.
Porque uno de los ejes centrales de esa obra maestra de la literatura que es El nombre de la rosa se encuentra en el simbolismo de la Biblioteca de la abadía benedictina, foco a la vez de sabiduría y represión de la cultura, donde se encadenan una serie de misteriosos crímenes que parecen tener como eje la existencia de un libro prohibido. Este argumento puede parecer un poco trillado en la actualidad, pero en su momento fue muy original, el secreto del entusiasmo que suscitó la novela desde el primero momento, convirtiéndose en algo muy escaso hoy en día: un best seller de calidad. La Biblioteca, una de las más grandes de la cristiandad, está repleta de tesoros, pero su misma estructura es un laberinto. Su guardián en la sombra, Jorge de Burgos, no es más que un trasunto de Jorge Luis Borges. Verdad y mentira, gloria y pecado se confunden en los anaqueles de un laberinto oscuro, lleno de espejos y trampas:
“—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del Edificio…
El Abad sonrió:
—Nadie debe hacerlo.
Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La
biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita,
engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también
laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar luego la salida.”
“Para aquellos hombres consagrados a la escritura, la
biblioteca era al mismo tiempo la Jerusalén celestial y un mundo subterráneo
situado en la frontera de la tierra desconocida y el infierno. Estaban
dominados por la biblioteca, por sus promesas y sus interdicciones. Vivían con
ella, por ella y, quizá, también contra ella, esperando, pecaminosamente, poder
arrancarle algún día todos sus secretos. ¿Por qué no iban a arriesgarse a morir
para satisfacer alguna curiosidad de su mente, o a matar para impedir que
alguien se apoderase de cierto secreto celosamente custodiado?”
Además, la existencia de la Biblioteca da pie a interesantes reflexiones acerca de la relación entre libro y lector:
“Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables.”
Además, la existencia de la Biblioteca da pie a interesantes reflexiones acerca de la relación entre libro y lector:
“Hasta entonces había creído que todo libro hablaba de las cosas, humanas o divinas, que están fuera de los libros. De pronto comprendí que a menudo los libros hablan de libros, o sea que es casi como si hablasen entre sí. A la luz de esa reflexión, la biblioteca me pareció aún más inquietante. Así que era el ámbito de un largo y secular murmullo, de un diálogo imperceptible entre pergaminos, una cosa viva, un receptáculo de poderes que una mente humana era incapaz de dominar, un tesoro de secretos emanados de innumerables.”
La historia es contada en primera persona por Adso de Melk, décadas después de sucedidos los hechos. En su relato transmite un gran amor y admiración por su maestro, un Guillermo de Baskerville que, al igual que Sherlock Holmes posee una mente analítica, capaz de examinar y ordenar los hechos para llegar a la verdad, aunque las condiciones en las que va a efectuar sus indagaciones distan mucho de ser las ideales. En primer lugar la auténtica misión de Guillermo es política. Se trata de preparar una entrevista entre los delegados del papa Juan XXII y los representantes de una rama de los franciscanos que podría declararse herética: los espirituales, que cuentan con el apoyo del emperador, aunque este amparo tenga más razón de ser en las luchas por el poder espiritual que en convencimientos teológicos. Además, cuenta con la hostilidad de buena parte de los habitantes del monasterio.
Bajo la fina capa de virtud y armonía de la convivencia de los monjes laten envidias, deseos carnales y conflictos soterrados. El recién llegado franciscano tiene que ponerse al día con todo ello e investigar una serie de asesinatos que parecen basarse en el libro del Apocalípsis: otra de las obsesiones de la época era la llegada inminente del fin de los tiempos. Otro de los grandes debates profundizaba en la cuestión de la pobreza de Cristo, acerca de si ésta circunstancia debía aplicarse a la iglesia que él fundó, lo cual implicaría el desprendimiento de sus riquezas (idea de la que bebieron numerosos grupos heréticos) o si dichas riquezas eran un necesario reflejo de la gloria divina.
Bajo la fina capa de virtud y armonía de la convivencia de los monjes laten envidias, deseos carnales y conflictos soterrados. El recién llegado franciscano tiene que ponerse al día con todo ello e investigar una serie de asesinatos que parecen basarse en el libro del Apocalípsis: otra de las obsesiones de la época era la llegada inminente del fin de los tiempos. Otro de los grandes debates profundizaba en la cuestión de la pobreza de Cristo, acerca de si ésta circunstancia debía aplicarse a la iglesia que él fundó, lo cual implicaría el desprendimiento de sus riquezas (idea de la que bebieron numerosos grupos heréticos) o si dichas riquezas eran un necesario reflejo de la gloria divina.
La novela de Umberto Eco combina muy bien su estructura policial con su vocación filosófica y teológica, ofreciéndonos un cuadro muy didáctico de las preocupaciones de los religiosos de la Baja Edad Media, una época en la que el cristianismo llevaba siglos asentado como religión preponderante e incontestable en occidente. El mismo Guillermo cuenta con un pasado como inquisidor, del que se avergüenza, porque él íntimamente cree que solo puede conseguirse llegar a la verdad a través de la tolerancia entre culturas y diferentes formas de pensar. El mundo es también una gran Biblioteca y los conflictos que lo oprimen terminan favoreciendo a los fanáticos, como su gran enemigo, el dominico Bernardo Gui, tenebroso inquisidor que quiere reforzar el poder papal a través del miedo. El miedo es uno de los grandes sustentadores de la religión. Las gentes simples deben tener presente en todo momento la posibilidad de un infierno eterno para que obedezcan sin condiones. Por eso la risa y el capítulo de la Poética que Aristóteles le dedicó son tan peligrosas:
“La risa distrae, por unos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios.”
La versión cinematográfica de Jean-Jacques Annaud, que popularizó todavía más la novela, recoge perfectamente el ambiente siniestro de la abadía medieval. Entre su acertado elenco de actores destaca sobremanera la interpretación de Sean Connery, quizá la mejor de su carrera, puesto que hace suyo a Guillermo de Baskerville, tanto que el lector de la novela no puede imaginarlo con otro rostro. Es lógico que la película se centre más en la trama policial, la parte más cinematográfica de la narración, pero no descuida algunos aspectos teológicos aunque, lógicamente, tenga que exponerlos muy resumidos. Un perfecto complemento a la lectura del libro de un Umberto Eco que jamás volvería a alcanzar el nivel narrativo de esta novela.
Pues hay antropólogos y otros sabios que ven algo maligno en la risa. Supuestamente apareció como una forma de agresión (sarcasmo, burla y otros martirios). Eso querría decir que tal vez una humanidad más seria sería más feliz. Se puede no reír nunca y siempre estar de buen humor.
ResponderEliminarBueno,ningún neurocientifico actual pondrá en duda que una de las formas de mostrar la alegría es mediante un rostro sonriente; otra cosa es la maldad histórica de ciertas risas.En cuanto a lo de la seriedad,ahí están los adustos rostros de los políticos y banqueros, que ni son muy serios, ni parece que sean muy felices a tenor de la mala leche que gastan.
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